Llega una de esas noches que ―aunque todas parezcan la misma― en el fondo todas son diferentes. Porque ni aún siendo repetitivas pierden ese algo que las hace únicas. Y es que pasan los años y uno de los derbis más folclóricos del mundo sigue traspasando fronteras. Mismos rituales y mismos dilemas. Nada cambia mientras el tiempo pasa.
Por suerte, después de una larga travesía por el desierto, la vida vuelve poco a poco a ser lo que siempre fue. Vuelve, en definitiva, lo que da sentido a todo: las personas. Esas sin las que no se entiende un evento que ha roto todos los límites imaginables hasta hacerse inmortal en el tiempo.
Ni más ni menos que 191 encuentros oficiales desde hace más de un siglo han ido curtiendo una cultura de generación en generación. Marcando el ritmo de una forma de sentir el fútbol y la vida hasta hoy en día. 191 encuentros que han acompañado dos pasiones que ―más allá de representar polos opuestos― a veces llegan a tocarse.
Porque, más que una división, el derbi representa la idiosincrasia de una ciudad que se rige unida bajo dos colores. Dos colores donde no cabe ningún tercero. Porque, aún a riesgo de sonar chovinista, es una realidad que contrasta con miles de ciudades que no pueden presumir de lo mismo.
Y es que, por mucho que pasen mil y un derbis, ni con mil y una noches más se cambiará la historia. La historia de algo que ―guste o no― nunca será un partido más.