Según he podido leer, la mitología romana cuenta que el hijo del dios Júpiter, Hércules, se enamoró profundamente de Astarté, diosa de la fecundidad, el amor, y la vida. La personalidad del semidios era bastante diferente a como nos lo pintan en el hiperidealizado mundo de Disney, pues este perseguía a Astarté dónde quiera que fuese con una actitud casi enfermiza. Huyendo de Hércules, la diosa encontró un refugio en la zona occidental del río Guadalquivir. Astarté acabaría fundando, en aquella misma orilla, Triana. Mientras que, un desolado y confundido Hércules, se instalaría en la zona oriental para seguir los pasos de su amada. En su asentamiento, erigió Híspalis. Hoy en día, existe un precioso símil entre el corazón roto de Hércules y la división de la ciudad, que representa las dos caras de nuestra vanagloriada ciudad de Sevilla.
Siglos después, te das cuenta de que Sevilla sigue siendo exactamente eso. No ha cambiado en absoluto. Tenemos ante nosotros la mayor confluencia de antítesis del mundo. Como el ateo que se emociona con el primer resonar de una corneta en el barrio de el Porvenir. O la misma convivencia de las dos pasiones futboleras más grandes de España. Una locura inexplicable para alguien que no es de aquí. Soy consciente de que esa frase, para el que es de fuera se le hace un poco bola. Que si vamos de guais y superiores, que si nos creemos el centro del mundo… blablablá. Es lo que hay, lo siento mucho. Sevilla es pasión, alfa y omega, y la cuestión entre el ser y el no ser.
La RAE define representar, en una de sus acepciones, de la siguiente manera: “Ser imagen o símbolo de algo, o imitarlo perfectamente”. Me chifla pensar que esta nueva final, no es más que un nuevo ejercicio de representación de nuestra capital hispalense de cara a Europa y el mundo. Pero no del que se imaginan, no. No me refiero a lo típico que llevamos años escuchando (gracias a Dios) de: “¡Qué grandes somos! ¡Llevamos el nombre de la ciudad y la situamos en el panorama europeo!” que también. Esta vez, no quiero ir por ahí. Creo que, en este caso, más que ensalzar nuestra magnificencia, estamos siendo la viva imagen de la idiosincrasia y el sitio al que pertenecemos. Y eso, familia, sí que está siendo bonito. Pasar de la neblinosa morada del dios Hades en Getafe, a rozar el Olimpo en menos de 48 horas en Budapest. Estar viviendo en carnes propias la crueldad y la complacencia de Sevilla. Ser un fiel reflejo de nuestra historia y esencia. Algo superior. Superior a cualquier trofeo, ingreso (del que, recuerdo, no vemos ni un duro) o clasificación a no sé el qué.Tres años atrás, salimos de la misma ciudad con la cabeza gacha y sin nada bajo el brazo. En un escenario atípico y beligerante, como si no perteneciéramos a ese lugar dónde habíamos fracasado en el intento de emular a David contra Goliath. Hoy, volvemos en busca de la paz que el destino consiguió arrebatarnos, con la calma de que, en contra de la matemática, (que es solo un número) jugamos en casa. Con el sosiego de que nosotros ya ganamos porque, amada Sevilla: No hay nada más bonito que representarte.