Budapest fue la cuna del surrealismo. No por una cuestión relacionada con las bellas artes, sino por lo que allí ocurrió el 24 de septiembre de 2020. Corría el mes de agosto cuando, todavía bajo los efectos de un virus narcotizante, el Sevilla FC levantaba su sexta Europa League en Colonia. Un título que llegó de la manera más inesperada, pero también la más necesitada.
Aquel verano, las circunstancias del momento habían hecho del fútbol una bonita excusa para olvidar. Dicha final será recordada por ser vivida entre cánticos enlatados y sentimientos encontrados. En medio de una pandemia mundial, el sentido de pertenencia hacia un simple equipo de fútbol fue capaz de dar sustento emocional a cientos de miles de personas. Durante días, el factor humano transgredió el Dicen que nunca se rinde y demás frases marquetinianas, yendo más allá. Un grupo de futbolistas, atrincherados en un cuartel general de Alemania, habían convertido el agosto más extraño que se recuerda en un motivo para sonreír.
Semanas después, la UEFA anunciaba que la Supercopa de Europa, prevista para disputarse en Budapest el 24 de septiembre, sería el primer partido con público después de la pandemia. Bayern de Múnich – Sevilla FC. Con este simulacro se pondría a prueba la viabilidad de volver a la normalidad en los estadios. Un rayo de esperanza que invitaba a ver la luz al final del túnel.
Hungría contaba con las fronteras cerradas por aquel entonces. Es decir, ningún ciudadano extranjero podía acceder al país por cuestiones ajenas a lo laboral. Sin embargo, la UEFA consiguió una excepción del gobierno húngaro. Decisión que, todo hay que decirlo, fue duramente criticada por la población.
Las reglas para acceder, eso sí, eran estrictas. Un informe médico con PCR negativa, un certificado que acreditase el abandono del país en menos de 72 horas, la entrada para el partido y la factura del alojamiento. Curiosa tendría que ser la reacción de la policía fronteriza al comprobar semejante documentación. «De dónde se habrá escapado esta gente», pensarían. Y con razón.
Seiscientos sevillistas se embarcaron en la locura de uno de los desplazamientos más surrealistas que se recuerdan. Una final sin fan zone. ¿Qué final es esa? Sin embargo, la incertidumbre de no saber cuándo sería la próxima vez hizo que muchos se embarcaran en semejante aventura. Suele pasar, y no sólo en el mundo del fútbol.
La previa se vivó de una forma atípica. Calles relativamente vacías y aficionados desperdigados que daban forma a un aplastante quiero y no puedo. Mientras tanto, los pocos viandantes húngaros que se atrevían a salir de sus casas observaban a estos invasores con una mezcla de repudio y precaución. A quién se le ocurriría salir de su país con un virus todavía circulando. Mientras unos se debatían entre Pfizer o Moderna, otros elucubraban sobre la opción de salir con doble pivote de inicio. Siempre hubo clases.
Lo deportivo fue lo de menos aquella noche. Contra todo pronóstico, el encuentro se marchó a la prórroga. Muchos lo habrían firmado antes del partido, pero el paso de los minutos hizo que se llegara con sabor amargo. En-Nesyri afrontará su particular revancha volviendo a aquella portería donde, a escasos metros de su afición, erró un claro mano a mano que le habría dado el título a su equipo. El delantero marroquí, como muchos sevillistas, también vivirá un deja vu el próximo 31 de mayo.
El miércoles se cerrará un círculo en Budapest. Mucho ha llovido desde aquel lejano mes de septiembre. Desde entonces, un viaje de tres años ha transcurrido sin dejar a nadie indiferente. Un círculo de emociones que regresan al mismo escenario sin ser las mismas, pero sabiendo que, un extraño 24 de septiembre, ya pasaron por allí.