Como si de un trance se tratase, más parecido a una enajenación transitoria que a otra cosa, se presenta una noche no apta para pieles finas. Una pérdida temporal de la razón ―que no de los sentidos― causada por la exaltación exacerbada de una pasión alimentada por lo irracional.
Se define frenesí por una exagerada perturbación del ánimo. El responsable, un veneno proveniente de dos fuentes por las que brota la misma agua. Esa de la que todos se han tenido que empapar para poder entender el fútbol y la vida de una misma manera.
Fantasmas y sombras son los que persiguen a un escenario que aún guarda en la retina noches no muy lejanas, pero que sueña con llevarse una alegría de altura en el mejor momento posible. Aunque, en este tipo de situaciones, lo previsible brilla por su ausencia. La incertidumbre es la dueña de la situación cuando el tiempo se para.
Mismos rituales y mismos dilemas. Debates internos sobre la conveniencia o no de este tipo de encuentros; sobre lo poco que ganar y lo mucho que perder, o lo poco que perder y lo mucho que ganar. Y también manías tan aparentemente absurdas como recurrentes. Porque aún quedan lunáticos que encuentran una relación directamente proporcional entre la posición de un sillón y la puntería de un delantero centro.
Más allá del color de la ropa interior, no hay que olvidarse de los silencios. Esos que guardan muchos de forma supuestamente inteligente. Silencios que mezclan contención y cautela, como una especie de pudor ante ese “por si acaso” que lo domina todo.
El saber que se puede pasar del éxtasis a la amargura ―y viceversa― en cuestión de segundos alimenta esa tensión fría. Porque la contradicción es uno de los sellos por excelencia de este tipo de situaciones. Una noche donde lo irracional se antepone por delante de toda causa lógica. Euforias reprimidas y temores no correspondidos. Un prado de grillos hasta que ruede la pelota. Silencio, y frenesí.